Una mirada profética a la tercera iglesia del Apocalipsis, símbolo de la era imperial-cristiana, cuando la fe se entrelazó con el poder, y la verdad fue puesta a prueba por la seducción del compromiso.
Teólogo y Escritor
INTRODUCCIÓN:
En el gran drama apocalíptico que el Espíritu reveló al profeta de Patmos, siete luminarias resplandecen en medio de la densa noche del mundo. Son las siete iglesias, no sólo congregaciones locales del Asia Menor, sino símbolos proféticos de las edades por las cuales peregrinaría la iglesia del Cordero desde la ascensión del Salvador hasta Su glorioso retorno. Entre estas siete, Pérgamo se alza como un testimonio sombrío y solemne del tiempo en que el cristianismo, otrora perseguido, fue revestido de poder por el Imperio, pero a costa de su pureza.
Pérgamo no es meramente una ciudad antigua; es una era. Representa, según la interpretación profética que hemos recibido mediante el estudio inspirado, el periodo que se extiende aproximadamente entre los años 313 d.C. y 538 d.C., el tiempo cuando el cristianismo fue legalizado bajo Constantino y posteriormente seducido por las alianzas mundanales con Roma. Fue entonces cuando “el dragón dio su poder y su trono y grande autoridad” (Apocalipsis 13:2) a una estructura eclesiástica naciente, que pronto dejaría de ser perseguida para convertirse en perseguidora.
“Y escribe al ángel de la iglesia en Pérgamo: El que tiene la espada aguda de dos filos dice esto: Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás; pero retienes mi nombre, y no has negado mi fe...” (Apocalipsis 2:12-13). ¡Oh, qué retrato tan penetrante del conflicto espiritual de esta era! La iglesia moraba donde Satanás tenía su trono —una alusión directa a la capital del culto imperial, donde César era adorado como dios. Mas aún en medio de tal ambiente hostil, algunos fieles resistieron, y se nos menciona un mártir santo: Antipas, cuyo nombre significa “contra todos”, un emblema del remanente que no se doblegó ante las presiones del mundo.
Sin embargo, a pesar de la fidelidad de algunos, el reproche divino no se hace esperar: “Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam...” (Apocalipsis 2:14). Como en los días de Israel en Moab, cuando Balaam enseñó a los hijos de Dios a comer cosas sacrificadas a los ídolos y a fornicar, así también en la era de Pérgamo la iglesia comenzó a comprometer su fe con doctrinas ajenas al Evangelio puro. Fue el inicio de una apostasía progresiva, una mezcla del paganismo con el cristianismo que terminaría dando nacimiento a la gran apostasía profetizada por el apóstol Pablo (2 Tesalonicenses 2:3-4).
Se nos ha advertido con voz profética que “el enemigo de Dios ha procurado desde el principio amalgamar la religión pura con las invenciones del mundo, hasta hacerla ineficaz y mundana. El cristianismo corrompido fue exaltado ante los ojos de las naciones, y se introdujo como la religión del Estado. Pero no era el Evangelio del Nazareno lo que se predicaba desde los púlpitos adornados de oro, sino un evangelio pervertido, sin poder para transformar el alma.”
Así, Pérgamo nos habla de una iglesia que habita donde Satanás reina, que aún conserva el nombre de Cristo pero coquetea con las doctrinas de error; una iglesia que necesita volver a la espada aguda de dos filos, el Verbo viviente de Dios (Hebreos 4:12), para ser purificada de toda alianza profana.
Porque en medio del juicio también resplandece la esperanza: “Al que venciere daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo…” (Apocalipsis 2:17). El Señor no abandona a su iglesia; la llama al arrepentimiento, la invita al maná celestial, a la identidad restaurada, al testimonio puro.
En este artículo, caminaremos por los pasillos oscuros de la historia de Pérgamo, iluminados por la profecía y el testimonio, para comprender cómo el amor primero fue olvidado, cómo la espada fue reemplazada por el cetro, y cómo la voz de Cristo aún llama con ternura y autoridad: “Arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca” (Apocalipsis 2:16).
CONTEXTO HISTÓRICO:PÉRGAMO: LA CIUDAD DEL TRONO DE SATANÁS
Entre las colinas de Asia Menor, coronada de templos idolátricos y columnas majestuosas, se alzaba la orgullosa ciudad de Pérgamo, capital intelectual y espiritual del Asia romana. Situada a unos 25 kilómetros del mar Egeo, en la región que hoy pertenece a la actual Turquía (cerca de Bergama), esta urbe no solo era un centro político y cultural, sino también un foco poderoso de la idolatría y la persecución anticristiana.
Una ciudad de gloria mundanal y tinieblas espirituales
Pérgamo fue célebre por su esplendor arquitectónico y su influencia cultural. Era una ciudad distinguida por su biblioteca, la segunda más grande del mundo antiguo después de Alejandría, con más de 200,000 volúmenes en papiro y pergamino —de donde se deriva la misma palabra “pergamino”. Fue también el lugar donde se desarrolló el uso de este material como sustituto del papiro egipcio, una innovación que simbolizaba su ansia de conocimiento, aunque muchas veces este conocimiento estuviera teñido de superstición pagana y filosofía mundana.
El trono de Satanás y los altares de idolatría
Pero más allá de su fama intelectual, Pérgamo era un centro de culto idolátrico intensamente activo. Allí se levantaba el grandioso altar de Zeus, monumental estructura que dominaba la ciudad desde la acrópolis. También era sede del templo de Asclepio, el dios de la medicina, representado por una serpiente —símbolo de sabiduría para los paganos, pero emblema del engaño y la rebelión desde el Edén para el creyente fiel. Además, Pérgamo fue una de las primeras ciudades en erigir templos al culto imperial romano, en donde César era adorado como un dios viviente.
El apóstol Juan, bajo inspiración profética, escribió al ángel de esta iglesia:
“Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás” (Apocalipsis 2:13).
Tal declaración no es retórica simbólica: describe con exactitud una ciudad que había hecho de la idolatría y la exaltación del poder humano su razón de ser.
Pérgamo como símbolo profético de la iglesia comprometida
En el panorama profético de Apocalipsis, Pérgamo representa el período de la historia eclesiástica que va aproximadamente del 313 al 538 d.C., es decir, desde la conversión nominal del Imperio Romano al cristianismo hasta la supremacía eclesiástica de Roma. Durante este tiempo, la iglesia, anteriormente perseguida, fue elevada al favor del Estado, pero a un alto costo: la fidelidad doctrinal fue sacrificada en el altar de la conveniencia política.
La iglesia comenzó a morar “donde está el trono de Satanás”, en sentido espiritual: se acomodó al mundo, aceptó sus honores y comenzó a sincretizar la verdad divina con las enseñanzas humanas. Como en Pérgamo, donde se veneraban muchos dioses, la iglesia de este período comenzó a introducir doctrinas extrañas, adaptando conceptos paganos en nombre de la paz y la unidad.
Antipas: el mártir fiel y símbolo de la resistencia
“Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam... y también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas...” (Apoc. 2:14–15)
En medio de esta apostasía, se levantaron fieles como Antipas, mártir mencionado en el mismo mensaje. Aunque poco se sabe de él históricamente, su nombre significa “contra todos” (anti + pas), y representa a aquellos que resistieron valientemente la corrupción que se infiltraba en la iglesia. “Antipas” encarna a los fieles que no doblaron sus rodillas ante Baal, ni cedieron ante el compromiso con el error, aunque ello les costara la vida.
Así, la ciudad de Pérgamo no es solo un escenario histórico del pasado, sino un espejo profético de una iglesia que, habiendo salido del fuego de la persecución, fue tentada por el resplandor del poder. Pérgamo, con su altar de Zeus y sus templos imperiales, simboliza la trágica unión del trono del mundo con el santuario de Dios —una unión que fue la antesala de siglos de oscuridad espiritual, pero también el preludio de la promesa:
“Al que venciere daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca...” (Apoc. 2:17).
I. PÉRGAMO: UNA IGLESIA EN EL UMBRAL DEL TRONO PAGANO
Cuando el Hijo del Hombre, revestido de gloria y caminando entre los siete candeleros, dirige su mirada hacia Pérgamo, no lo hace con indiferencia. Su voz penetra el tiempo y la historia, y sus palabras cortan como espada de doble filo, separando la verdad del error, y la luz de las sombras. Pérgamo representa aquella etapa de la iglesia cristiana que transcurre desde la proclamación del Edicto de Milán en el año 313 d.C., hasta el establecimiento del poder papal en 538 d.C. Un periodo de transición crítica, cuando la iglesia pasó de la sangre del martirio a la seducción del trono.
Pérgamo, ciudad situada en Asia Menor, era en el primer siglo un bastión de la idolatría imperial, un centro intelectual y político donde el culto al César se elevaba como religión oficial. No es casual que el Señor diga: “yo sé… dónde moras, donde está el trono de Satanás” (Apocalipsis 2:13). Aquel trono no era solamente una referencia geográfica, sino una realidad espiritual: allí donde el poder político se divinizaba, allí también se erigía el imperio de las tinieblas. Satanás no halló mayor victoria que fusionar el hierro del Estado con la levadura de una iglesia ambiciosa de poder.
La iglesia cristiana, que había resistido valientemente durante las persecuciones de los siglos anteriores, recibió ahora un inesperado favor: la legalización y posterior oficialización por parte del Estado romano. Constantino, el emperador que profesó una conversión dudosa, ofreció a la iglesia el apoyo del imperio, su reconocimiento, sus privilegios... pero también sus contaminaciones.
Así se cumplía lo que fue anticipado: que la mujer pura, símbolo de la iglesia fiel, comenzaría a transformarse en una mujer adúltera, al forjar alianzas ilícitas con los reyes de la tierra (Apocalipsis 17:2). La persecución no logró destruir la fe; entonces el enemigo cambió de estrategia y empleó el halago, la ambición, y la política. “La mundanalidad invadió la iglesia como una marea creciente. La humildad apostólica fue sustituida por el deseo de grandeza, y el espíritu de sacrificio por la sed de preeminencia”, se nos ha advertido con voz profética.
En este periodo, se introdujeron en el seno de la iglesia doctrinas que no nacieron en el corazón del Evangelio, sino en las filosofías griegas y los ritos paganos. El bautismo por inmersión comenzó a ceder ante las aspersiones; el día del sol fue exaltado por sobre el santo sábado del Señor; los líderes de la iglesia empezaron a asumir títulos de dignidad imperial, y el obispo de Roma ascendió como figura central en la cristiandad occidental.
Fue entonces cuando se cumplieron las palabras dirigidas a Pérgamo: “Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam... y también a los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco” (Apocalipsis 2:14-15). Balaam fue aquel profeta que, aunque no pudo maldecir al pueblo de Dios, enseñó a Balac a poner tropiezo, corrompiendo la fe mediante la mezcla con prácticas paganas (Números 31:16). Así también en esta era, muchos enseñaron a los creyentes a transigir, a comer cosas sacrificadas a los ídolos, y a fornicar con las costumbres del imperio.
La referencia a los “nicolaítas” simboliza un sistema jerárquico eclesiástico que se estaba desarrollando, donde unos pocos gobernaban sobre la grey, estableciendo un clero dominante y separando al pueblo de la Palabra viva. Cristo declara: “la que yo aborrezco”, porque es Él, y no hombre alguno, el único cabeza de la Iglesia (Colosenses 1:18).
En este contexto, el mensaje de Cristo a Pérgamo es tanto una reprensión como un llamado urgente. “Arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca” (Apocalipsis 2:16). La espada que sale de la boca del Salvador no es otra que Su Palabra —la Escritura— que corta, divide, purifica y restaura. El juicio comienza en la casa de Dios (1 Pedro 4:17), y cada iglesia, cada generación, es puesta en balanza.
No todo está perdido, sin embargo. Aún hay vencedores. A los que, en medio de la apostasía, perseveran fieles a la verdad, el Señor promete el maná escondido —el alimento espiritual que sustenta en el desierto del error— y una piedrecita blanca con un nuevo nombre, símbolo de aceptación, de transformación, y de victoria.
II. LA SEDUCCIÓN DE BALAAM: DOCTRINAS DE ERROR EN LA ERA DE LA APOSTASÍA
La voz del Eterno, como relámpago en la oscuridad, resuena con autoridad en el mensaje a Pérgamo:
“Tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo delante de los hijos de Israel...” (Apocalipsis 2:14).
Estas palabras, escritas con tinta de juicio y misericordia, revelan la tragedia que se abatió sobre la iglesia durante esta etapa profética: la infiltración de doctrinas extrañas, que actuaron como levadura corrupta dentro de la masa santa.
Como antaño en Sitim, donde Balaam no pudo maldecir al pueblo de Dios pero lo condujo a la idolatría y a la inmoralidad (Números 25; 31:16), así también, durante la era de Pérgamo, el enemigo de las almas, frustrado en su intento de destruir la fe mediante persecuciones, halló un camino más sutil: la corrupción desde dentro. Fue el tiempo de las alianzas impías, de la mezcla de lo santo con lo profano, del nacimiento de una “fe” adulterada por las doctrinas del paganismo romano.
Entre las principales corrupciones doctrinales que comenzaron a infiltrarse en este periodo, destacan las siguientes:
1. La exaltación del domingo sobre el sábado
Una de las más insidiosas alteraciones que se gestaron en este tiempo fue la exaltación progresiva del primer día de la semana —el dies solis, o “día del sol”— en lugar del santo sábado del cuarto mandamiento. Aunque su introducción comenzó en siglos anteriores, fue en la era de Pérgamo cuando se fortaleció su observancia, en consonancia con la adoración solar tan extendida en el imperio romano.
La observancia del domingo como día de adoración comenzó a ganar prominencia en el siglo II, influenciada por la veneración del "Día del Sol" en la cultura romana. Esta práctica fue oficializada por el emperador Constantino en el año 321 d.C., cuando decretó el domingo como día de descanso civil. Posteriormente, el Concilio de Laodicea (c. 363-364 d.C.) prohibió la observancia del sábado y promovió el domingo como día de adoración cristiana.
La profecía ya había advertido que surgiría un poder que pensaría “cambiar los tiempos y la ley” (Daniel 7:25). En cumplimiento de esta palabra, se comenzó a transferir la santidad del séptimo día —establecida en el Edén y sellada en el Sinaí— al día primero, no por mandato de Dios, sino por edicto de hombres.
“El sábado fue desplazado por un falso día de reposo, y con él, se oscureció la señal entre Dios y su pueblo. Esta fue una de las raíces de la gran apostasía que se levantó con poder desde Roma.”
2. El nacimiento del clericalismo y el culto a los líderes
La doctrina de los “nicolaítas”, a la que también se refiere el mensaje a Pérgamo, representa el desarrollo de una jerarquía eclesiástica cada vez más autoritaria. Los obispos, que en tiempos apostólicos eran siervos humildes, comenzaron a asumir títulos grandiosos, trajes de reyes y funciones que usurpaban la autoridad de Cristo sobre Su pueblo.
A medida que la iglesia se institucionalizaba, surgió una jerarquía clerical que separaba al clero de los laicos. Este desarrollo fue influenciado por estructuras de autoridad presentes en religiones paganas y en la administración imperial romana. El término "sacerdote" comenzó a aplicarse a los líderes cristianos, y se desarrolló una veneración hacia ellos que reflejaba prácticas paganas de culto a figuras religiosas.
Fue en este tiempo cuando la figura del “obispo de Roma” adquirió una prominencia peligrosa, hasta convertirse con el tiempo en el “pontífice máximo” —título tomado directamente de los emperadores paganos. Así se sentaron las bases para el surgimiento del cuerno pequeño de Daniel 7, el sistema papal, que se levantaría con altanería para “hablar palabras contra el Altísimo, y a los santos del Altísimo quebrantar” (Daniel 7:25).
“El poder humano usurpó el lugar de Dios. Los hombres se interpusieron entre el alma y su Redentor, reclamando ser mediadores y legisladores del pueblo. Pero no había en ellos la luz del Espíritu, sino la sombra de la tradición.”
3. La introducción del culto a los santos y la veneración de reliquias
A medida que la fe apostólica se contaminaba con elementos paganos, comenzó también a proliferar el culto a los mártires y a sus restos. Reliquias, íconos y templos dedicados a santos muertos sustituyeron la pureza del culto al Dios vivo. Se desvió la atención del único mediador entre Dios y los hombres —Jesucristo— para dirigirla a intercesores humanos que jamás fueron designados por el cielo para tal fin.
Desde el siglo IV, la iglesia comenzó a venerar a mártires y santos, atribuyéndoles poderes intercesores. La veneración de reliquias, como huesos y objetos personales de estos santos, también se popularizó, reflejando prácticas paganas de culto a los muertos y a objetos sagrados.
“En lugar de mirar a Cristo, los fieles fueron conducidos a postrarse ante imágenes y a pedir socorro a los que duermen en el polvo. La fe viva fue reemplazada por una piedad supersticiosa.”
4. La transubstanciación embrionaria y la magia ritual
Aunque la doctrina formal de la transubstanciación aún no se había definido en esta etapa, el concepto comenzó a emerger. El pan y el vino de la Cena del Señor, símbolos santos del sacrificio de Cristo, empezaron a ser considerados como objetos de poder místico, transformando una ceremonia conmemorativa en un acto mágico, desprovisto de comprensión espiritual.
La creencia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía evolucionó gradualmente. En el siglo IX, Pascasio Radberto escribió sobre la transformación literal del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. El término "transubstanciación" fue utilizado por primera vez por Hildeberto de Lavardin alrededor del año 1097. Esta doctrina fue formalmente definida en el IV Concilio de Letrán en 1215.
“La simplicidad de la santa Cena fue suplantada por un misterio pagano. El pueblo fue enseñado a creer que Dios descendía al altar en manos del sacerdote, y que la salvación se obtenía no por la fe en el Hijo de Dios, sino por la repetición del rito.”
5. La pérdida de las Escrituras como única norma de fe
Quizá la más devastadora de las corrupciones fue el progresivo abandono de la Palabra como norma única de verdad. El juicio de los concilios comenzó a ser tenido en igual o mayor estima que los escritos inspirados. Se introdujo la tradición como fuente de autoridad, y se restringió el acceso de las Escrituras al pueblo, confinándolas al latín y al clero.
“La espada del Espíritu fue envainada. El pueblo perecía por falta de conocimiento, y la oscuridad comenzó a cubrir la tierra.”
En todo esto, se cumple el mensaje profético dado por Cristo a Su iglesia: “pero tengo unas pocas cosas contra ti…” La denuncia es clara, pero no carente de amor. El Cordero que camina entre los candeleros aún extiende Su mano, aún llama al arrepentimiento, aún promete maná escondido a los fieles.
6. La veneración de la Virgen María como intercesora
El Concilio de Éfeso en 431 d.C. proclamó a María como "Madre de Dios", lo que llevó a un aumento en su veneración. Con el tiempo, se le atribuyeron roles intercesores y se le otorgaron títulos y festividades, reflejando influencias de cultos paganos a diosas madre.
7. La confesión de pecados a un sacerdote
La práctica de la confesión privada a un sacerdote fue establecida oficialmente en el IV Concilio de Letrán en 1215, que impuso la obligación de la confesión anual para todos los fieles.
Estas doctrinas y prácticas, introducidas durante la era de Pérgamo, representan una desviación significativa de las enseñanzas apostólicas originales. La adopción de elementos paganos en la adoración cristiana marcó el comienzo de una apostasía que se profundizaría en siglos posteriores, preparando el camino para la Reforma y el llamado a retornar a la pureza del evangelio.
III. LA ESPADA, EL MANÁ Y LA PIEDRA: EL LLAMADO DE CRISTO A UNA IGLESIA DIVIDIDA
En medio de la severidad de Su reprensión, el Cristo glorificado no olvida la compasión. En el mensaje a Pérgamo, como en todas las cartas a las iglesias, resuena un triple eco de redención: la advertencia justa, el llamado al arrepentimiento, y la promesa para el vencedor. Así, el mismo que tiene la espada aguda de dos filos habla, no para herir sin causa, sino para sanar con verdad.
“Arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca.” (Apocalipsis 2:16).
Esta advertencia solemne no es dirigida contra todo el cuerpo eclesiástico de Pérgamo, sino contra aquellos que, dentro de ella, sostenían doctrinas corrompidas. El Maestro no desecha a su iglesia; la limpia. No rompe la caña cascada, ni apaga el pábilo que humea (Isaías 42:3), pero tampoco permite que el mal quede impune.
La espada que Cristo empuña no es carnal, sino espiritual (2 Corintios 10:4); es la Palabra viva y eficaz, que “penetra hasta partir el alma y el espíritu” (Hebreos 4:12). En un tiempo cuando la tradición y el error comenzaban a obscurecer la verdad, el Señor llama a Su iglesia a volver a la espada del Verbo, a la fuente pura de la revelación.
1. La espada del juicio y del discernimiento
Cristo declara que peleará contra los portadores del error “con la espada de Su boca”. Esta no es una guerra carnal, sino una confrontación doctrinal y espiritual. El juicio comienza por el pueblo de Dios (1 Pedro 4:17), y la Palabra será la norma por la cual todos serán pesados en balanza. La iglesia no puede ser reformada sin la espada del Espíritu. Donde la Palabra es proclamada, el error tiembla y retrocede. Así también en esta era, el Señor despertó conciencias por medio de los fieles que aún conservaban el testimonio de Jesús, y preparó el terreno para la Reforma venidera.
“Dios no ha dejado su iglesia a merced del error. Aun en los tiempos más oscuros, ha suscitado hombres que proclamaran su Palabra, aunque fueran perseguidos, marginados o silenciados.”
2. El maná escondido: sustento divino en tiempos de escasez
“Al que venciere daré a comer del maná escondido…” (Apocalipsis 2:17).
Esta promesa es rica en significado. El maná fue el alimento celestial con que Dios sustentó a Israel en el desierto. El maná escondido, guardado en el arca del pacto (Éxodo 16:33-34), era símbolo del alimento eterno, de Cristo mismo como el pan de vida (Juan 6:51).
En la era de Pérgamo, cuando el pan de la verdad era mezclado con el levadura del error, Cristo promete a los fieles un alimento secreto, una provisión espiritual que el mundo no conoce. Es el alimento de la comunión íntima, de la obediencia a Su Palabra, de la fidelidad en medio del compromiso. Es la fuerza que sostiene al remanente en el desierto profético.
“No es alimento terreno, ni sabiduría humana, lo que sustenta al pueblo de Dios. Es el pan que descendió del cielo, la Palabra viva y eterna, lo que fortalece el alma fiel en medio de la prueba.”
3. La piedrecita blanca y el nuevo nombre
“…y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe.”
Esta imagen, tomada del juicio antiguo, donde una piedra blanca simbolizaba absolución y aceptación, representa la gracia justificadora que Cristo otorga a quienes le permanecen fieles. Aquel que recibe esta piedra ha sido vindicado por el tribunal celestial; ha sido hallado justo ante Dios, no por mérito propio, sino por la sangre del Cordero.
El “nombre nuevo” habla de identidad transformada, de un carácter redimido, de una experiencia personal e intransferible con Cristo. Es el nombre que sólo el redimido comprende, porque sólo él ha vivido la batalla secreta, la lucha interna, la victoria íntima sobre la apostasía.
“Aquellos que han permanecido leales en medio de la corrupción, que han rechazado las doctrinas de Balaam y los halagos de Roma, recibirán en gloria un nombre que no puede ser manchado por los siglos. Porque han sido fieles donde moraba el trono de Satanás, y no han negado su fe.”
Así, la iglesia de Pérgamo, aunque envuelta en tinieblas, no fue olvidada por su Señor. El mensaje profético que nos deja es uno de advertencia y esperanza. Nos llama a discernir la historia con ojos espirituales, a rechazar la amalgama con el mundo, a abrazar la pureza del Evangelio, y a esperar, como vencedores, la recompensa celestial.
LA LLAMA DE PÉRGAMO EN LOS ÚLTIMOS DÍAS
Oh iglesia del Altísimo, que habitas hoy en el umbral de la eternidad, ¡escucha!
A ti se dirige la voz que habló a Pérgamo, porque la historia no es mera crónica del pasado:
es sombra del presente, espejo del alma, llamado al despertar.
La espada aún resplandece. El maná aún cae, secreto y puro. Y la piedrecita aguarda, en la diestra del Salvador, para el vencedor.
Vivimos en la hora de la repetición profética.
Una vez más, las doctrinas de Balaam se revisten de modernidad, la idolatría se disfraza de cultura,
y la mezcla del hierro y del barro se presenta como progreso espiritual.
La mundanalidad invade el templo. La tibieza adormece al fiel.
Y mientras las multitudes celebran alianzas con el poder secular y la fe adulterada,
el llamado del Espíritu se eleva, como un clamor entre ruinas:
“Salid de ella, pueblo mío…” (Apocalipsis 18:4).
Como en Pérgamo, el trono de Satanás parece firme, y sus doctrinas ganan adeptos;
mas el testimonio fiel no ha sido apagado.
Aún hay aquellos que no doblan la rodilla ante Baal,
que no se postran ante los ídolos de tradición ni ante los decretos del dragón.
Aún hay quienes, como Antipas, son fieles testigos en el día malo,
y están dispuestos a sellar su testimonio con sangre si fuere necesario.
Oh alma del remanente, ¿te hallarás entre ellos?
¿Comerás tú del maná escondido, cuando se retire el sustento terrenal?
¿Recibirás la piedrecita blanca en el tribunal de los cielos,
cuando el juicio haya terminado y el Rey se levante en gloria?
El mensaje a Pérgamo no ha caducado. Es carta viva del cielo al pueblo que espera el regreso del Esposo.
Es amonestación ardiente, promesa gloriosa, espada que limpia, pan que alimenta, piedra que corona.
Porque pronto cesará el tiempo de la gracia,
y sólo los que hayan permanecido fieles —en medio del error, de la presión, del silencio de los muchos—
serán hallados dignos de recibir el nombre nuevo,
grabado no con tinta, sino con la sangre del Cordero,
no en piedra fría, sino en la frente del redimido que ha vencido al mundo.
¡Despierta, iglesia del Dios viviente!
Afirma tus pasos en la roca eterna.
El trono de Satanás será derribado,
y el trono del Cordero será exaltado para siempre!
“He aquí yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona.” (Apocalipsis 3:11)