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Una exploración bíblica y profética sobre el verdadero estado de los muertos, desmontando la doctrina de la inmortalidad del alma a la luz de la historia, la Escritura y el plan de redención.
Teólogo y Escritor
Introducción:
Desde los albores de la humanidad, la muerte ha sido un velo oscuro que cubre la existencia del hombre, una frontera infranqueable que provoca temblor, preguntas sin respuesta y angustia en el alma. La gran pregunta resuena a lo largo de los siglos: ¿Hay vida más allá de la muerte? ¿Van los muertos al cielo, al infierno o permanecen en algún lugar intermedio? ¿Existe consciencia después de la tumba? Estas interrogantes no son meras especulaciones filosóficas: son batallas espirituales por la verdad del carácter de Dios y Su plan eterno.
El enemigo de las almas, astuto y experimentado, ha diseminado una de sus más mortales falsificaciones: la doctrina de la inmortalidad natural del alma, una creencia que afirma que al morir, el alma sigue viviendo consciente en otro plano de existencia. Esta enseñanza no tiene su origen en las Escrituras, sino en las religiones paganas de la antigüedad y fue absorbida más tarde por el cristianismo apóstata, cubriendo con un manto de oscuridad la clara luz de la verdad revelada.
Desde el Edén, la primera mentira fue pronunciada por la serpiente: “No moriréis” (Génesis 3:4). Con esas palabras, Satanás sembró la semilla del error que florecería en religiones babilónicas, filosofías griegas, cultos egipcios y, finalmente, en doctrinas cristianas contaminadas por la tradición humana. Esta herejía niega una de las verdades más solemnes y claras de la Palabra de Dios: “Los muertos nada saben” (Eclesiastés 9:5).
El corazón quebrantado busca consuelo al pensar que los seres amados fallecidos nos miran desde el cielo, o que aún se comunican con nosotros. Pero tal pensamiento, aunque emocionalmente reconfortante, contradice el testimonio inequívoco de las Escrituras. ¿Por qué, entonces, el cristianismo moderno ha abrazado una enseñanza que la Biblia contradice tan claramente? ¿Cuál fue su origen? ¿Qué dicen realmente las Escrituras? Y, más aún, ¿por qué esta verdad es tan crucial en el conflicto final entre la luz y las tinieblas?
El estudio del estado de los muertos no es un asunto menor. Es una piedra angular en la comprensión de la naturaleza humana, la esperanza de la resurrección, y el retorno glorioso de Cristo. Si el alma ya está en el cielo, ¿para qué la resurrección? ¿Para qué el juicio? ¿Para qué la segunda venida? Esta doctrina falsa desmonta la coherencia del evangelio eterno y prepara el terreno para engaños satánicos que, según profecía, seducirán al mundo entero (Apocalipsis 16:14).
Como el centinela que vigila en la noche oscura, elevamos nuestra voz para proclamar la verdad que redime, que esclarece, que libera: la muerte es un sueño; la esperanza está en la resurrección, y la única fuente de vida inmortal es Dios (1 Timoteo 6:16). Volvamos a las sendas antiguas, cavemos en los pozos de las Escrituras, y redescubramos la verdad sepultada bajo las tradiciones de los hombres.
Este artículo se adentrará profundamente en el testimonio bíblico, el desarrollo histórico de la mentira, y la urgencia de comprender esta doctrina en el tiempo del fin. A la luz de la Palabra eterna, veremos cómo la verdad brilla con más fuerza cuando se la confronta con la oscuridad del error.
La Mentira del Edén: El Origen del Engaño sobre la Muerte
En el corazón mismo del conflicto cósmico entre el bien y el mal, se encuentra una declaración que resonó por primera vez en el Edén, una declaración simple pero mortal, que ha condicionado la comprensión humana desde entonces: “No moriréis” (Génesis 3:4). Estas palabras, pronunciadas por la serpiente antigua, Satanás, fueron las primeras en desafiar abiertamente la autoridad de Dios y Su palabra. Fueron también el primer sermón jamás predicado sobre la inmortalidad del alma.
El Creador había sido claro: “El día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). Pero el enemigo sembró duda en la mente de Eva, tergiversando el carácter de Dios y ofreciendo una alternativa: la inmortalidad sin obediencia, la vida sin la fuente de la vida. Así nació el gran engaño, el fundamento del espiritismo y de casi todas las religiones falsas a lo largo de la historia.
Esta mentira no desapareció con el tiempo. Se convirtió en dogma central en las culturas antiguas. Los egipcios momificaban a sus muertos y construían pirámides para asegurar su tránsito al más allá. Los babilonios creían en la comunicación con los espíritus. Los filósofos griegos, especialmente Platón, desarrollaron una visión dualista del ser humano, afirmando que el alma es inmortal por naturaleza y que el cuerpo es su prisión temporal. Esta filosofía influyó profundamente en los padres de la iglesia en los siglos posteriores, llevando a que el cristianismo absorbiera una enseñanza contraria a las Escrituras.
Pero la Palabra de Dios permanece firme: “El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4). La Escritura nunca dice que el hombre posee un alma inmortal, sino que “el hombre se hizo alma viviente” (Génesis 2:7). No recibió un alma como algo separado de su cuerpo, sino que fue constituido en un ser viviente cuando el aliento de vida se unió al polvo de la tierra.
Cuando este aliento vuelve a Dios, lo que queda es el cuerpo sin vida, y no hay conciencia en la muerte:
“Porque los vivos saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido… también su amor y su odio y su envidia fenecieron ya… En el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría” (Eclesiastés 9:5-6, 10).
El salmista confirma esta verdad con solemnidad:
“No alabarán los muertos a Jehová, ni cuantos descienden al silencio” (Salmo 115:17).
¿Dónde, pues, está la conciencia de los difuntos? ¿Dónde está esa supuesta alma que sigue viviendo? La Biblia es consistente: los muertos están en un estado de inconsciencia, aguardando la resurrección. Esta es la esperanza gloriosa que el evangelio ofrece.
Los profetas, los salmistas, los apóstoles y el mismo Jesús hablaron de la muerte como un sueño temporal. Cuando Lázaro murió, Cristo no dijo que había ido al cielo, sino que dijo: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle” (Juan 11:11). Y cuando resucitó, no volvió de una experiencia celestial, sino de la tumba. No existe en la Escritura un solo texto que indique que el alma del justo sube al cielo inmediatamente después de morir.
El enemigo ha cubierto esta verdad con el velo del error porque sabe que cuando los hombres creen que los muertos aún están vivos, se abren las puertas al espiritismo, a la consulta de los “muertos”, a las visiones y voces demoníacas que pretenden ser los seres amados. Hoy, más que nunca, este engaño es poderoso. Muchos que profesan amar la verdad se han rendido a la emoción antes que al testimonio de la Palabra.
La inspiración nos advierte solemnemente que “los espíritus de demonios harán señales” (Apocalipsis 16:14), y se presentarán como mensajeros del cielo, incluso como profetas resucitados. Aquellos que desconocen el verdadero estado de los muertos serán presa fácil de estas manifestaciones engañosas.
La Voz de los Profetas: El Testimonio Inquebrantable de las Escrituras
En un mundo saturado por la especulación, la tradición y la filosofía humana, se alza una voz clara, firme y eterna: la voz de la Palabra de Dios. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Escritura declara con solemnidad y coherencia la verdad sobre el estado de los muertos. No hay ambigüedad, no hay contradicción, no hay lugar para interpretaciones dobles. El testimonio de los profetas y apóstoles, inspirados por el Espíritu del Altísimo, clama con fuerza: los muertos duermen, y su única esperanza es la resurrección.
El patriarca Job, en medio de su sufrimiento, expresó la esperanza del redentor y reveló su comprensión del estado de los muertos:
“El hombre muere, y es cortado; y perece el hombre, ¿y dónde está él?... Así el hombre yace y no se levanta; hasta que no haya cielo, no despertarán, ni se levantarán de su sueño” (Job 14:10,12).
“¡Oh, si me escondieses en el Seol, y me encubrieses hasta apaciguarse tu ira, si me pusieses plazo, y de mí te acordaras!” (v.13).
Job sabía que el Seol, el sepulcro, no era un lugar de actividad consciente, sino un lugar de espera, de descanso. Él no esperaba estar en el cielo al morir, sino ser resucitado cuando Dios lo recordase.
El rey David, a quien Dios mismo llamó “varón conforme a mi corazón”, fue inspirado para hablar del Mesías que vendría, y declaró sobre sí mismo:
“Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Salmo 16:10).
Y Pedro, lleno del Espíritu en el día de Pentecostés, explicó esta profecía:
“Sepa pues ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús… crucificasteis. Varones hermanos, se os puede decir libremente del patriarca David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy… Porque David no subió a los cielos” (Hechos 2:29, 34).
Si David, el ungido de Dios, no subió a los cielos, ¿qué esperanza tenemos nosotros? La misma que él tenía: la resurrección de los muertos en la venida gloriosa del Señor.
El sabio Salomón, dotado de sabiduría divina, fue más allá y escribió palabras definitivas:
“Porque los vivos saben que han de morir; pero los muertos nada saben… también su amor y su odio y su envidia fenecieron ya” (Eclesiastés 9:5-6).
“Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría” (v.10).
La doctrina de que los muertos viven conscientemente en otro estado contradice directamente estas palabras. ¿Cómo es posible que muchos enseñen que los muertos alaban a Dios en el cielo, cuando el salmista dijo:
“No alabarán los muertos a Jehová, ni cuantos descienden al silencio” (Salmo 115:17)?
Aun cuando el profeta Isaías habló de la esperanza futura, lo hizo reconociendo que los muertos no viven hasta que Dios los resucite:
“Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo!... Porque tu rocío es como rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos” (Isaías 26:19).
No se trata de una existencia en el más allá, sino de una espera silenciosa en el polvo de la tierra. Las almas no vuelan al cielo. Los justos duermen, y los impíos también. El juicio no ha ocurrido aún, y la recompensa, ya sea vida eterna o destrucción eterna, no será entregada hasta el regreso del Hijo del Hombre.
El apóstol Pablo reafirma esta verdad en múltiples ocasiones. Escribiendo a los tesalonicenses, consoló a los creyentes con estas palabras:
“Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza… Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tesalonicenses 4:13,16).
¿De qué serviría esta resurrección si ya estuvieran vivos en gloria? ¿Por qué el Señor despertaría a los que ya están en Su presencia? La lógica bíblica es impecable: la muerte es un sueño; la resurrección es el despertar glorioso.
Y como sello final, el apóstol declara:
“He aquí, os digo un misterio: no todos dormiremos; pero todos seremos transformados… porque es necesario que esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corintios 15:51,53).
Si es necesario que lo mortal se vista de inmortalidad, es porque aún no poseemos inmortalidad. Solo Dios “tiene inmortalidad” (1 Timoteo 6:16), y la concede a los redimidos en el día postrero.
La Inmortalidad del Alma: Herencia Pagana y Puerta al Espiritismo
Mientras las Escrituras hablan con una voz clara sobre la condición inconsciente de los muertos, una doctrina ajena al espíritu de la verdad se infiltró en el corazón del cristianismo apostatado, sembrando confusión y preparando el camino para el gran engaño de los últimos días: la creencia en la inmortalidad natural del alma.
Esta enseñanza no nació en el Edén de Dios, ni fue proclamada por los profetas, ni enseñada por Cristo, ni predicada por los apóstoles. Su origen se remonta a las tinieblas del paganismo babilónico y egipcio, donde los muertos eran considerados dioses y sus espíritus, guías de los vivos. Los griegos heredaron esta filosofía y la refinaron en sus escuelas, especialmente a través de Platón, quien enseñó que el alma es inmortal por naturaleza e indestructible, separable del cuerpo. Esta idea se enraizó profundamente en el pensamiento occidental y, tristemente, fue adoptada por ciertos sectores del cristianismo a través de los Padres de la Iglesia influenciados por la filosofía helénica.
Pero ¿Qué dijo Dios al principio?
“Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7).
El hombre no fue dotado de un alma inmortal, sino que se convirtió en un ser viviente cuando el aliento de vida fue unido al cuerpo. La muerte, por tanto, es la separación de estos dos elementos:
“Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7).
Aquí el término espíritu (hebreo: ruaj) no es una entidad consciente, sino el aliento, la chispa de vida que procede del Creador. No se trata de una “alma” flotante que conserva personalidad o conciencia. Dios no necesita un alma separada para restaurar la vida; Él tiene poder para recrear al ser entero en el día de la resurrección.
Pero Satanás, el padre de mentira, repitió en el Edén la primera gran falsedad sobre el alma:
“No moriréis” (Génesis 3:4).
Con esta declaración, el enemigo contradijo directamente al Creador, quien había dicho:
“El día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17).
Y así, la mentira de la inmortalidad natural del alma se convirtió en el fundamento de toda idolatría, de la adoración a los muertos, de las prácticas ocultistas y del espiritismo moderno.
Hoy, bajo nuevos ropajes, el mismo engaño recorre el mundo, no solo en religiones paganas, sino incluso en muchos púlpitos cristianos, donde se predica que los muertos viven, que interceden, que se manifiestan, que pueden comunicarse con los vivos. Estas creencias abren la puerta a manifestaciones demoníacas, pues los espíritus que se hacen pasar por los muertos son, en realidad, ángeles caídos disfrazados:
“Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14).
Y el Espíritu advierte solemnemente que esto sería una característica del tiempo del fin:
“Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios” (1 Timoteo 4:1).
Estas doctrinas no son inofensivas. Preparan el terreno para el último gran engaño: manifestaciones sobrenaturales que aparentan ser de parte de Dios, pero que contradicen Su Palabra. Muchos serán engañados, incluso los que creen en Cristo, si no se aferran a la verdad bíblica con humildad y reverencia.
La pluma inspirada lo advirtió con claridad profética:
“El espiritismo está tomando forma más oculta. Se está disfrazando de cristianismo… Hasta los que profesan fe en las Sagradas Escrituras son arrastrados por su poder encantador. Los espíritus, al manifestarse como si fueran nuestros seres queridos, hablan de los más elevados sentimientos y profesan fe en la Biblia. Pero mientras así ganan la confianza, enseñan doctrinas que contradicen las Escrituras. Siendo el fundamento de estas enseñanzas la creencia de que el hombre es por naturaleza inmortal, esta obra será aceptada por muchos como un nuevo medio para alcanzar el cielo.”
¡Cuán urgente es volver a la verdad de la Palabra de Dios! ¡Cuán vital es proclamar, con voz potente, que solo en Cristo hay vida, y que solo Él tiene las llaves de la muerte y del Hades! (Apocalipsis 1:18).
Cristo, la Resurrección y la Vida: La Única Esperanza Real del Hombre
En un mundo donde la muerte levanta su cetro sobre toda carne, y donde la incertidumbre del más allá produce temor o engaño, el evangelio eterno brilla como una antorcha en medio de las tinieblas, proclamando con poder que la muerte no es el final… pero tampoco es el principio de una nueva vida consciente en otra dimensión. La esperanza cristiana no se basa en una inmortalidad innata, sino en la promesa de la resurrección por medio de Jesucristo.
Cuando Lázaro murió, Cristo no dijo: “Ha ido al cielo” o “ya está en un mejor lugar”. Declaró claramente:
“Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle” (Juan 11:11).
Y a Marta, que lloraba desconsolada, no le ofreció consuelo basado en la inmortalidad del alma, sino en la gloriosa realidad futura:
“Tu hermano resucitará” (Juan 11:23).
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25).
Estas palabras son la esencia de la esperanza cristiana. Cristo no vino a confirmar una vida consciente después de la muerte, sino a conquistar la muerte misma y devolver al hombre, por medio de la resurrección, lo que el pecado le robó.
“Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos” (1 Corintios 15:21).
El apóstol Pablo fue aún más contundente:
“Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana” (1 Corintios 15:16-17).
¿Por qué no dijo que nuestra fe sería vana si el alma no sobrevive? Porque la doctrina bíblica no gira en torno a un alma que vive eternamente, sino en torno a un Cristo que venció la muerte y traerá de nuevo a la vida a Sus redimidos en Su gloriosa venida.
El apóstol no dejó lugar a dudas:
“He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados... en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta” (1 Corintios 15:51-52).
“Porque el Señor mismo... descenderá del cielo con voz de mando... y los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tesalonicenses 4:16).
¿Y qué de aquellos que han muerto en ignorancia o en pecado? ¿Están sufriendo ahora en algún lugar intermedio o eterno? La Biblia dice:
“Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben… también su amor y su odio y su envidia fenecieron ya” (Eclesiastés 9:5-6).
“No alabarán los muertos a Jehová, ni cuantos descienden al silencio” (Salmo 115:17).
¡Qué poderosa declaración! El silencio y el olvido cubren al hombre en la muerte, no el canto, ni el tormento eterno, ni la contemplación del cielo. El mismo Cristo lo aseguró cuando habló de su amigo Lázaro: “Lázaro está muerto” (Juan 11:14), y no añadió que estuviera en gloria ni en sufrimiento. Lo llamó sueño, y lo despertó con Su voz poderosa, prefigurando lo que hará en el último día.
“Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:28-29).
Aquí está la enseñanza pura de la Escritura: el juicio y la recompensa se otorgan después de la resurrección, no al momento de la muerte. No hay dos almas eternas vagando por el universo, sino una humanidad que duerme, aguardando el día del Señor.
Y aquel día será glorioso para los fieles:
“Y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor” (Apocalipsis 21:4).
Esta es la esperanza bendita. Esta es la fe que vence al mundo. Esta es la promesa que ilumina el valle de sombra de muerte.
El Juicio Final y la Segunda Muerte: Justicia, no Tormento Eterno
Una de las doctrinas más oscuras y ofensivas al carácter de Dios es la del tormento eterno. ¿Cómo conciliar la imagen de un Padre celestial con la idea de millones de almas sufriendo incesantemente, ardiendo sin esperanza, sin redención, sin fin? Esta enseñanza, nacida del error y sostenida por la tradición, desfigura la justicia divina y convierte al Dios de amor en un tirano cósmico.
Pero, ¿qué dice la Palabra de Dios?
“El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4).
“Porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).
No dice "vida eterna en tormento", sino muerte. Total, completa, irreversible. Así como la vida eterna es el don de los redimidos, la muerte eterna es la consecuencia final para los rebeldes. La Escritura no presenta dos formas de vida eterna —una en gloria y otra en sufrimiento— sino vida o muerte, bendición o destrucción.
Cristo mismo lo afirmó:
“No temáis a los que matan el cuerpo… temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28).
La palabra traducida como infierno aquí es Gehenna, una referencia a un valle fuera de Jerusalén donde se quemaban desperdicios y cuerpos. No era un lugar de tormento eterno, sino de destrucción completa.
Y Apocalipsis revela cuál será el destino de los impíos:
“Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda” (Apocalipsis 20:14).
“Serán como si no hubiesen sido” (Abdías 1:16).
“Y serán consumidos: raíz y rama” (Malaquías 4:1).
Estas palabras son definitivas. El fuego del juicio no será eterno en duración, sino en consecuencia. Los impíos no vivirán para siempre sufriendo, sino que serán destruidos para siempre. Dios no mantiene encendida una hoguera de tortura por la eternidad; Su fuego purifica el universo del pecado y restaura la paz.
Y esto concuerda con Su carácter:
“¿Acaso me complazco yo en la muerte del impío? —declara el Señor Jehová—. ¿No es más bien que se convierta de sus caminos y viva?” (Ezequiel 18:23).
“El Señor es misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia” (Salmo 103:8).
“Porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (Lamentaciones 3:33).
El mensaje final de juicio no es una amenaza para atemorizar, sino una advertencia solemne nacida del amor. Dios llama al hombre al arrepentimiento antes de que llegue el día ardiente como un horno. Él no quiere destruir. Él quiere salvar.
“Dios no ha destinado a su pueblo para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5:9).
La segunda muerte será el fin del pecado, la raíz del dolor, la rebelión eterna y todo lo que se oponga a la vida. Y los redimidos vivirán en paz, sin sombra de sufrimiento ni temor al castigo.
Conclusión: Escoge Hoy la Vida Eterna
El eco de las Escrituras resuena con voz clara y majestuosa a través de los siglos: la muerte no es un portal hacia otra existencia, sino un sueño profundo, un descanso silencioso en la tierra, hasta el día de la resurrección. No hay conciencia en la tumba, no hay alabanza, no hay sufrimiento. Solo espera.
“Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor… descansarán de sus trabajos” (Apocalipsis 14:13).
“Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados…” (Daniel 12:2).
¡Esta es la verdad eterna! El hombre no es inmortal por naturaleza; solo Dios tiene inmortalidad (1 Timoteo 6:16). Y solo a través de Cristo, el dador de la vida, se nos concede este don precioso:
“Para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
“Y esta es la promesa que él nos hizo: la vida eterna” (1 Juan 2:25).
Amado lector, el enemigo ha sembrado la mentira desde el Edén: “No moriréis” (Génesis 3:4). Pero esa fue la primera gran falsedad, el cimiento de todo engaño religioso. Hoy, esa misma voz serpentina susurra aún desde muchos púlpitos y tradiciones: “El alma nunca muere”. Mas la Palabra de Dios responde con un trueno celestial: “El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4).
No hay vida en el pecado. No hay gloria sin redención. No hay inmortalidad sin Cristo.
Hoy, en medio del caos del mundo, en medio de doctrinas confundidas, la verdad de Dios brilla como antorcha en la oscuridad:
“Yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida” (Deuteronomio 30:19).
El tiempo se acorta. La trompeta pronto sonará.
Los sepulcros se abrirán.
Los justos despertarán con gloria.
Los impíos, con vergüenza y confusión.
Y el universo será purificado de todo rastro de dolor.
“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva… y el mar ya no existía más” (Apocalipsis 21:1).
“He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5).
¿Dónde estarás tú en ese día?
¿Dormirás en paz, esperando el llamado del Redentor?
¿O serás hallado rechazando la verdad, abrazando la fábula de la serpiente?
Hoy es el día de salvación. Hoy es el momento de decidir.
No por miedo, sino por amor.
No por terror al castigo, sino por anhelo de vida eterna con Aquel que murió para darte esa oportunidad.
“El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (1 Juan 5:12).
“Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección” (Apocalipsis 20:6).
Despierta, alma dormida. La eternidad está en juego. Y la voz del cielo aún llama:
"Escoge la vida… para que vivas tú y tu descendencia."